lunes, 23 de mayo de 2016

El cobre


Escuché sus pasos tintinear como monedas cayendo sobre el piso.

—Ven, Roy, ayúdame —dijo mi tío Luis al sentarse a la mesa y poner encima su caguama.

Saqué de debajo del colchón el par de charrascas con que pelábamos el cable que él acumulaba en casa de mi abuela Lila, para después vender el cobre limpio en el depósito de chatarra al otro lado de la colonia. Las charrascas eran navajas hechizas que, en vez de mango, tenían cinta aislante para facilitar su manejo sin cortarnos. En la cárcel mi tío había fabricado decenas afilando con una piedra los flejes metálicos de su catre.

Después de sorber la caguama se arremangó la camisola y comenzó a deslizar la charrasca resplandeciente por las vainas multicolores.

—Hoy sí sacamos para tus chuchulucos, niño —dijo—, hoy sí vas a acompañarme a vender el botín.

—Y dio una risotada desde el fondo de esa barba que rejuvenecía en su mentón al ser regada con cerveza.

Mi tío había juntado tanto cable, que la casa de Lila era un gigantesco nido de aves mecánicas, o eso me imaginaba. La noche anterior, por ejemplo, yo había despertado con gusanillos de cobre y plástico metidos en mi short de dormir.

Inspirado, apliqué más fuerza a la charrasca para descubrir pronto el tesoro oculto bajo la piel de los cables. Algunos estaban carbonizados. Mi tío decía que la electricidad, su impulso violento e incontrolable, derretía el plástico durante los cortos circuitos. Llegué a pensar que una persona era capaz de achicharrarse a sí misma cuando se alteraba de los nervios, y quedaba como esta fritura.

Lila había preparado ejotes con huevo y nos sirvió dos cucharadones a cada quien. Miré el plato. La panza me gruñó, pero no tomé el tenedor para probarlos. Mi tío siguió bebiendo sin ver el guisado.

—Ya no tomes tanto, hijo, ya ves que estás malo —dijo mi abuela Lila.

—Shh, má. No ves que estamos chambeando.

Mi tío me guiñó uno de sus ojos aceitunados. Yo miré melindroso el plato de ejotes.

—Pues ái de ti… si Martha te viera —le recriminó ella, yéndose con la comida.

—En un rato hasta carne compramos, ¿verdad, Roy?

¿Qué enfermedad tenía mi tío?, pensé, si nunca lo veía quejarse de nada. Ni cuando se excedía de cervezas y en su tambaleo, al salir de casa de mi abuela, lo arañaba el rosal. Nunca lo veía caer; tampoco estaba triste ni quejumbroso.

Retacamos de cobre el morral en el que cargaba la herramienta de su trabajo como eléctrico en la planta de aguas tratadas de Chapultepec. El nido enorme anterior, sin la cubierta plástica, ahora se veía muy pequeño. Pero era nuestro tesoro. Lo que sobró lo metí en una bolsa que me colgué en la muñeca. Guardé mi charrasca bajo el colchón.

*

Una calandria de plumas despeinadas en el buche trinaba desde su jaula en el patio. A pleno sol, dos ratas saltaban de aquí para allá en el piso, disputándose una tortilla aceitosa.

—No tarden. —Se despidió Lila por la ventana, de la que pendían copetes de hierbabuena.

—Don Isaías, ¿cómo sigue? —dijo mi tío. Saludaba al vecino que en su silla de ruedas oía un radio de pilas mal sintonizado. Babeaba y tenía los dedos engarrotados. La cobija que antes cubriera sus rodillas se apeñuscaba en el suelo. Se la acomodé nuevamente.

Una vecina tendía los pañales de su bebé, que lloraba desnudo en una caja de tiras de madera. Mi tío le aproximó al nene su dedo rasposo y grueso.

—No lo chupes, fuchi. —Y le acarició la nariz.

Mi tío y la mujer se sonrieron a través de la cortina de sol.

A la salida, dentro del tambo gigante de lámina —la cisterna de la vecindad— imaginé correr un río helado de refresco y después, quien sabe por qué razón, el sonido del celofán de las papitas estrujado entre mis manos.

En la calle, los rayos de luz encorvaban las jacarandas, inmóviles de tanto bochorno. A veces, chiflan con el aire, pero hoy, la sequedad les había sellado el pico. Comer chuchulucos hubiera alegrado su mohín de diminutas hojas.

*

Los escalones del puente estaban recién pintados de amarillo. En las alturas una nube gris casi acariciaba el barandal.

—Vamos a descansar, venimos muy cargados.

Empalidecido, mi tío se sentó en un escalón y se dio de golpecitos en el pecho como si quisiera eructar. Después, se sobó el cuello con la mano. Le iluminó la cara el destello de un parabrisas que recorría la avenida.

—Oye, ¿de qué estás enfermo?

—A veces siento como si algo me atravesara las costillas y pierdo el aire.

—¿Y dónde está mi tía para que te cuide?

—Está guardada en el casillero del trabajo —dijo haciendo otro guiño.

—¿Y no se ahoga en tan chico lugar? ¿Qué come?

—No se ahoga porque el aire entra por las rendijas del casillero. A veces le soplo y ella se deja llevar.

Flota hacia las nubes como un papelito. Usa un vestido delgado que el aire de la playa le ondea. Se agarra el sombrero de palma para no perderlo. ¿Qué come? Come los dulces que te robo, Roy. Le gustan los tamarindos, de eso vivía en su tierra. Cuando estuve en el tambo los metía a escondidas, junto con cigarros y barajas, para dármelos. Ella me cuidó y ahora la cuido yo.

—¿Y cuándo la vas a soltar?

—Ella solita va a salir de aquí algún día… —Se desabotonó la camisola. En el pecho apareció un tatuaje del Sagrado Corazón de Jesús con el nombre de Martha al centro, que yo nunca había visto.

*

Intenté despegar con la punta del pie, águila tras águila, una cruz de monedas fundida al concreto del puente, que habían puesto ahí los albañiles al echar el colado. Mi tío comenzó a descender al otro extremo. Lo vi hacerse chaparro, como mi tía Martha, mi tía pequeña que corría de aquí para allá recogiendo conchas en la playa mientras se sujetaba el sombrero. No pude imaginarme el mar. Sólo remolinos que convertían en arena a los hombres que marchaban al otro lado de la costa.

—Apúrate, Roy.

Logré alcanzar su sombra. Los gorriones, que se espulgaban las alas en el eucalipto pegado al puente, echaron a volar cuando bajamos.

*

El caserío al otro lado de la colonia estaba recién pintado. Frente a los zaguanes de esmalte oscuro había autos estacionados cuyo terciopelo en el tablero invitaba a conducirlos. Detrás de uno, salió un perro bostezando. Le di dos palmadas en la cabeza, que agradeció enseguida con lengüetazos húmedos y su compañía.

Un matrimonio caminaba hacia nosotros comiendo helado. Al ver a mi tío, la mujer, que tenía el cabello húmedo, se repegó asustada a su señor, quien rápido nos cedió el paso.

Anduve más aprisa.

El perro olisqueó la llanta de un coche estacionado para orinarla después. Luego, en la base encharcada de un pino, lamió la trompa de su reflejo.

—Shh, vente, Flaco —le grité.

*

Al fondo del depósito de chatarra, una anciana vestida como muñeca se balanceaba sobre las patas traseras de su silla. El rubor le iluminaba los pómulos y la boca reseca. El cabello apelmazado simulaba una peluca jamás cepillada. Era un casco de estambre. Alrededor, había pilas de lata guarecidas en cofres y montículos de aluminio resplandeciente que asomaban bajo mantas de lentejuela. O eso creí ver. La frialdad de los tesoros me puso la piel chinita.

—Ya sabe dónde ponerlo, Luis, para pesar la carga —le dijo a mi tío.

La anciana tomó el jaibol que se hallaba a sus pies. Sorbió un trago. Mi tío puso el cargamento en la báscula que equilibraba los contrapesos igual que reloj cucú. La mujer fue hacia nosotros retrepándose unos lentes en el puente de la nariz. Volví a ver al Flaco: tirado en el piso, se lamía el pirrín.

—Es poco. Apenas siete kilos.

Mi tío se llevó la mano al pecho. Acalorado, se masajeó enseguida el copete de jefe de pandilla que tiempo atrás le había ganado el respeto de la colonia, aunque fuera por ratero, como decía Lila.

—Esto pesa más, señito, échele un kilito más para el refresco.

La anciana le extendió tres monedas.

—Sabe que conmigo no se puede, Luis. ¿Lo toma o lo deja? —la anciana se levantó los holanes de la blusa y asomó la empuñadura de un machete.

Pensé que mi tío demostraría aquí el valor de cuando marchaba en el patio de la cárcel y peleaba para que nadie lo cosiera a charrascadas. Lo vi empequeñecerse entre pilas de periódico y tentáculos de cuerda desanudados. Sin tronar la lengua siquiera, tomó el dinero y lo metió en el bolsillo del pantalón. Ahí dejó un momento la mano, apretó el puño.

*

El cielo se había puesto negro. Le estrujé la mano a mi tío cuando pasamos frente a una tienda. Se agachó y me restregó la barba en los cachetes, haciéndome reír.

—Toma, Roy, cómprate tus chuchulucos. —Y me dio las tres monedas.

Entré corriendo. El tendero se hurgaba la nariz, parado detrás del mostrador. Resplandecían en las vitrinas las envolturas de los chocolates y los borrachitos alineados en su estuche de cartulina como fichas de dominó dispuestas para la reta. Las botellas de Sidral, las bolsas de papitas, el bote de plástico de chicles flecha, los tamarindos envueltos en celofán y las paletas payaso me daban ufanos la bienvenida. A mi lado, el Flaco soltó un bostezo, agitó el hocico y chorreó algunas gotas de saliva en el suelo.

Chispeaba afuera. Con la mano metida en el bolsillo, mi tío sonreía en el umbral, ventrudo, casi tímido. Lo imaginé con la camisola desabotonada tirado en la playa al lado de mi tía Martha en traje de baño, ambos con el estómago hinchado. El Flaco les lamía los pies. Chorrearon relámpagos sobre cuchillos clavados a la orilla del mar.

—¿Para cuántos tamarindos me alcanza? —le pregunté al tendero.

Éste quiso reírse, pero de pronto su cara se le estiró hacia abajo como chicle masticado y clavó los ojos por encima de mi cabeza. Mi tío se acercaba empuñando la charrasca.

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Una versión de este cuento se publicó en Punto de Partida no. 177, enero-febrero 2013.