lunes, 16 de mayo de 2016

Ratones de celofán


Todavía recuerdo al chismerío baboseando detrás de las ventanas cuando la policía alborotó la calle con sus sirenas y patrullas, y sacó en brazos a la niña muerta. Estaba desnuda. Su piel era para entonces tan azul que creí que la habían bañado con un frasco de tinta. Sólo uno de sus pies jugueteaba de aquí para allá con el zapato puesto, blandengue como un yo-yo. Te digo, la familia Rocha era bestial, y bestial es un calificativo tierno. Los Rocha eran ojetes, ojetes con sus vecinos, ojetes entre ellos mismos, y ojetes con sus propios hijos: Malena y Tico.

Tico era dos años mayor que Malena. Era un niño de cabello rejego, a quien le pagaban la peluquería una vez al año. Greñudo, como todos los Rocha, se le abultaba el pelo en las sienes y la nuca; era un muchachito cabeza de brócoli con los cachetes decolorados por los jiotes. La nena me recordaba a una silla para jugar a la comidita. Había enfermado del cóccix siendo bebé y caminaba con las piernas separadas y rígidas, como si las trajera entablilladas. Su piel era color chocolate y sus ojos, dos canicas de brandy. Ambos eran obesos —la familia desbordaba lonjas— y escupían leperadas hasta el hartazgo, qué digo hartazgo, no había idea que saliera de sus bocas sin maldiciones.

Los tíos encargaban a los niños las caguamas. Dirás: ¿le vendías alcohol a los niños? Les vendía las cervezas sin prejuicios porque ellos nunca se las iban a tomar. Los chiquillos compraban para cada uno un chicle que los distraía del posible vicio. Esos chicles tenían una liebre estampada en el celofán. Los muchachillos miraban y miraban el dibujo y hacían saltar el envoltorio sobre sus brazos, como si el animal impreso fuera un juguete.

Venían a la tienda agarrados de la mano, a veces abrazados. A pesar de que nacieron en una vecindad, en uno de esos lugares que conocemos ahora sólo por las canciones de Chava Flores, los dos me parecían listos. Sin que importara la ropa sucia con que los vestían, ni los moretones y arañazos en sus cuerpos —te digo que los Rocha eran ojetes—, algo inmaculado brotaba de ellos. Soy viejo y me ablando como el pan, pero esos niños hubieran sido unos adultos excelentes. Ella: enfermera; y el otro: maestro, a lo mejor. Pero este mundo es de los privilegiados, de quienes nacen en familias si no ricas, que tienen por lo menos cariño en su seno. Es una lástima que mataran a la niña y que del muchacho nada se haya sabido desde entonces. Yo insisto en que algo bueno hubieran sido de adultos.

Un mes antes de que encontraran asfixiada a la niña con una bolsa de plástico en la cabeza, Hacienda clausuró el local veterinario que estaba a dos cuadras de aquí. El doctor Gómez vino compungido a decirme que se iba a otra colonia y, para agradecerme los fiados —¡cuántas botellas de anís me consumía!— me regaló una jaula con dos pericos australianos y una pecera con un ratón blanco. Felisa, mi señora, colgó la jaula en la ventana de su pieza. Tirada desde la cama podía verlos espulgarse las plumas a media tarde, porque esos pájaros no tienen otra gracia. Pero dio el grito en el cielo cuando por primera vez vio los ojos color grosella del ratón y me exigió que lo revendiera. Como verás, en esta vitrina remato chucherías que a veces saco de la casa. Y le obedecí. Esperé una semana, pero nadie preguntó por el animal. Nada más, cuando venían por las caguamas, Malena y Tico acariciaban la pecera, y la nena se carcajeaba. Uno de aquellos días, Tico le dijo a su hermana que el ratón tenía el tamaño adecuado para ensillarle un muñeco, como si fuera un corcel en miniatura —sí, dijo ensillarle; eran listos, te digo—. Malena contestó que sí, y que después le sobaría las patitas alargadas, porque estaría cansado de tanto trajín. Después de varias tardes en que acariciaron al ratón sobre el vidrio, se los regalé. De haberse enterado, mi señora hubiera dado otro grito en el cielo. Entonces ella sufría de malestares ignotos, que terminaron siendo cáncer en el estómago y cerebro, y jamás me habría perdonado despilfarrar un recurso extra que nos completara para un frasco de píldoras. Los niños se fueron contentos aquella tarde.

Días antes de que Malena apareciera muerta, vi a los hermanos caminando de aquí para allá, cumpliendo los mandados que sus parientes los obligaban a hacer; a veces con esparadrapos que recubrían cortadas en la cabeza; en ocasiones con ronchas en sus brazos, que yo imaginaba como quemaduras de cigarro; otras veces, con manchas de sangre en las calcetas de la niña, bajo su falda mugrosa, o moretes en los carrillos de él. Pero con el ratón a todos lados. Venían, compraban las caguamas y tirados de panza en la banqueta, comparaban las orejas de la liebre de los chicles con las del ratón, al que llamaron Macías, como lo habrían escuchado en alguna narración boxística vieja, porque un radio era lo único que los entretenía en casa. ¿Te acuerdas del boxeador? Es más, los hermanos dejaron de hablar con palabrotas y sus ideas se oían claras, como yo nunca se las había escuchado. Antes de Macías ni el por favor me daban. El animal los mantenía más unidos que nunca y, de alguna forma, los protegía contra la brutalidad de su casa. Al menos por un rato. Te digo, los Rocha eran ojetes.

La tarde anterior a su muerte, Malena vino a la tienda. Traía al ratón metido en el pecho de su vestido: asomaba la naricita y sus ventanas del tamaño de dos semillas de chía, palpitaban húmedas. Le pregunté por Tico y dijo que estaba en cama, con dolores de panza. Los papás habían regresado de quién sabe dónde y habían encontrado a Tico jugando con el ratón, echado en el patio. Fieles al carácter de los Rocha, lo habían pateado sin ton ni son y el niño no respiraba bien desde esa noche. Había empujado a la niña para que lo dejara solo, cuando ella le ponía la cubeta para que vomitara. Malena bajó la vista y puso en su mano a Macías que, inquieto, escaló por su brazo hasta acurrucarse en su cuello. Los bigotes vibraban y le hicieron cosquillas. Ella soltó un gemidito y sonrió. Cuando sonreía, Malena se mostraba mucho más indefensa, como si pidiera ayuda. Es muy triste ver a un niño cuya felicidad es también una súplica desgarradora, sin recursos para frenar esa infancia difícil que lo carcomerá inclusive siendo adulto. Nadie en la cuadra lo evitábamos. Los Rocha nos habían robado, molido a golpes y amenazado a todos. Eran unos salvajes, eran unos ojetes.

Horas más tarde, la nena murió. Como tú ya sabes, porque lo publicó el periódico, al lado suyo estaba el ratón blanco despanzurrado, como un bombón apelmazado con los dedos. Los papás dijeron que Tico le pegó por primera vez a Malena; que Malena, después de haber sido violentada por su hermano, estrujó al ratón y Tico enloqueció y terminó matándola. Después huyó. Yo no creo en esas historias ridículas que atontan al chismerío, las mismas con que los padres justifican sus errores. Hay familias que destruyen a sus hijos, y nada más. Te digo, los Rocha eran ojetes.

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Publicado en revista Picnic no. 63, junio 2015.