lunes, 22 de enero de 2018

El faro



| Arturo Vivante |

Donde concluía el malecón y empezaba el muelle, estaba el viejo faro: blanco y redondo, con una pequeña puerta, una ventana circular hasta arriba y una inmensa linterna. La puerta estaba usualmente entreabierta y se podía ver una escalera de caracol. Era tan invitadora que un día no pude resistir aventurarme en su interior y, una vez dentro, subir. Tenía trece años, era un niño alegre de pelo oscuro; mi paso cargaba la mitad de mi peso actual en todos sentidos, y podía entrar a lugares donde no lo puedo hacer ahora, deslizarme con ligereza y sin escrúpulos de si sería bien recibido.

El pueblo —un balneario a la orilla del mar con un buen puerto en Gales del Sur— era ajeno a mí. Mi casa estaba muy lejos del mar, en un pueblo italiano en las montañas, y había sido enviado a Gales por mis padres para pasar el verano, quedarme con amigos y mejorar mi inglés. Nunca antes había salido de Italia. El pueblo lejano, el mar, las vacaciones, el verano, todo se sumaba a mi júbilo. El año también. Era 1937, e Inglaterra había comenzado a rearmarse; había una sensación de despertar en el aire. “En Bristol”, recuerdo que el jefe de familia donde me quedaba decía en voz baja y con una sonrisa agazapada, “están construyendo más de cien aviones al mes”. Las amenazas, escarnios y alardes de los fascistas estaban frescos en mis oídos, así que me hacía muy feliz escuchar esto. Todo me hacía feliz. Observaba a las gaviotas volar en círculo, salvajes; hacían parecer mansos a los petirrojos en el pasto. En Italia, excepto las palomas en las plazas, las aves nunca se acercaban. Miraba a las olas chocar contra el muelle con una violencia de la que nunca había sido testigo, después rebotar para encontrarse y apaciguar la bravura de la siguiente. Hice muchas cosas que nunca había hecho antes: volé papalotes, patiné en ruedas, exploré cuevas tapizadas con estalactitas, chapoteé en los charcos que dejara la marea, visité un faro.

Visité un faro. Subí la escalera de caracol y toqué a la puerta de hasta arriba. Me abrió un hombre que parecía la imagen de lo que un farero debía ser. Fumaba una pipa y tenía una barba canosa. Como un hombre de mar, llevaba una gruesa chaqueta azul marino con botones dorados, pantalones haciendo juego y botas. Sin embargo, también tenía algo de la tierra: una mirada bien puesta, plantada con firmeza, y sus botas podían haber sido las de un campesino. Bañados por el océano, sostenidos por la roca, el faro y su cuidador estaban en medio, sobre la delgada y larga franja de agua y tierra, perteneciendo a ambos y a ninguno.

“Entra, entra”, dijo y de inmediato, con ese particular poder que tienen algunas personas de ponerte a gusto, me hizo sentir como en casa. Parecía considerar muy natural que un niño viniera a visitar su faro. Desde luego un niño de mi edad lo querría, toda su actitud parecía estarlo diciendo; debía haber más personas interesadas en él, más visitas. Prácticamente me hizo sentir que él estaba allí para enseñar el lugar a los extranjeros, como si ese faro fuera un museo o una torre de importancia histórica.

Bueno, no era nada de eso. Estaban los barcos, y ellos dependían del faro. Sus mástiles estaban a nuestro nivel. Las gaviotas cruzaban por las ventanas a cada lado. Afuera del puerto estaba el Canal de Bristol, y en el lado opuesto, apenas visible, a unas treinta millas de distancia, la costa de Sommerset como un banco de nubes. A nuestra espalda estaba el pueblo con sus techos de pizarra, y el malecón con sus caminantes que no advertían ser observados desde arriba.

Tenía un gran telescopio —el latón muy bien pulido— sobre un pedestal y apuntando al mar. Dijo que podía mirar a través de él. Vi un barco bajar por el Canal de Bristol, una ola rompiendo a lo lejos —su salpicar, la espuma— y escarpados distantes y gaviotas volando. Algunas estaban tan cerca que eran sombras rápidas sobre el campo de visión; otras, muy distantes, parecían apenas moverse, como si descansaran en el aire. Yo descansé con ellas. Aún otras, volando en línea recta, aleteando con firmeza, progresaban muy poco a través del pequeño círculo, tan amplio era el círculo de cielo que el telescopio abarcaba.

“Y esto”, dijo, “es un barómetro. Cuando la manecilla se hunde, hay una tormenta en el aire. Ahora señala: VARIABLE. Eso quiere decir que en realidad no sabe lo que va a pasar, como nosotros. Y eso”, agregó, como alguien que está dejando la mejor parte para el final, “es la linterna.”

Levanté la vista hacia el inmenso lente con su bulbo de muchos miles de bujías en el interior.

“Así es como lo enciendo en el crepúsculo.” Se dirigió a la caja de controles cerca de la pared y puso la mano en una palanca.

No pensé que lo encendería sólo por mí, pero lo hizo, y la luz apareció, lenta y poderosamente, como lo hacen las luces fuertes. Podía sentir su calor sobre mí, como el del sol. Yo brillaba con aprecio, y él se veía satisfecho. “¡Chispas, es maravilloso!” Exclamé y lancé todas las nuevas palabras elogiosas que había aprendido —las viejas también—, como “hermoso” y “encantador”.

“Se queda prendido por tres segundos y apagado por dos. Uno, dos, tres; uno, dos”, dijo marcándole el tiempo, como un maestro dando una lección de piano, y la luz parecía obedecer. En verdad sabía cuánto tiempo exactamente permanecía encendida. “Uno, dos, tres”, dijo y bajó la mano como un director de orquesta. Después con las dos, como el Creador, parecía pedir por la luz, y la luz llegaba.

Yo miraba encantado.

Apagó la lámpara. Se extinguió despacio.

“¿De dónde eres?”, me preguntó.

“De Italia.”

“Bueno, todas las luces de distintas partes del mundo tienen ritmos distintos. Un capitán de barco, mirando ésta y tomándole el tiempo, sabría cuál es este faro.”

Asentí.

“Ahora, ¿querrías una taza de té?”, dijo. Tomó una taza y una jarra azul y blanco de la alacena y vertió el té. Después me dio una galleta. “Debes venir y ver la luz en la oscuridad alguna vez”, dijo.

Una noche volví allí ya tarde. La luz del faro iluminaba un gran estrecho del mar, los barcos, el malecón; y la oscuridad que seguía parecía más oscura que nunca. Tan oscura, tan penetrante y tan duradera que la luz de la linterna, poderosa como era, no parecía más fuerte que la de una luciérnaga y casi tan efímera.

Al final del verano regresé a Italia. Para la Navidad compré un panforte —un tipo de panqué de frutas, la especialidad del pueblo donde vivía— y lo mandé al farero. No pensé que lo volviera a ver otra vez, pero al año siguiente estaba en Gales, no de vacaciones sino como refugiado. Una mañana después de haber llegado, fui al faro para enterarme de que el viejo se había retirado.

“De todas maneras, todavía viene”, dijo el hombre mucho más joven que ahora ocupaba su cargo. “Lo encontrarás sentado afuera cada tarde, si el clima lo permite.”

Regresé después de la comida y allí, sentado en una saliente del faro junto a la puerta, fumando su pipa, estaba mi farero con un perro pequeño. Parecía más pesado que el año anterior; no porque hubiera subido de peso, sino porque parecía haber sido colocado en esa saliente y que no se podría desprender de allí sin ayuda.

“Hola”, dije, “¿Me recuerdas? Vine a verte el año pasado.”

“¿De dónde eres?”

“De Italia.”

“Ah, yo conocí a un niño de Italia. Un niño muy agradable. Me mandó un panqué de frutas para Navidad.”

“Era yo.”

“Ah, era un niño estupendo.”

“Yo fui el que lo mandó.”

“Sí, vino de Italia. Un niño muy agradable.”

“Yo, yo, era yo”, insistí.

Me miró directo a los ojos por un momento. Sus ojos me descontaron. Me sentí como un intruso, alguien que intentaba tomar el lugar de otro sin tener derecho a ello. “Ah, era un niño muy agradable”, repitió como si el visitante que veía ahora nunca pudiera igualar al del año pasado.

Y viendo que tenía tan hermoso recuerdo de mí, no insistí más; no quería destruir el cuadro. Estaba en el momento de la vida en que los niños de pronto se vuelven torpes, pierden lo que nunca podrá ser ganado de nuevo —una mirada floreciente, una frescura temprana— y entran en una etapa desacostumbrada en la que ingenian cientos de cosas para estropear la gracia de su ejecución. Yo no podía ver este cambio, este extraño periodo en mí, desde luego. Pero de pie frente a él, sentí que nunca podría —nunca sería posible— ser tan agradable como había sido el año anterior.

“Ay, era un niño muy agradable”, dijo de nuevo el farero y pareció perderse en sus pensamientos.

“¿Lo era?”, dije como si estuviera hablando de alguien que yo no conocía.


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Arturo Vivante (1923-2008), uno de los más interesantes cuentistas anglo-italianos, cuya obra es prácticamente desconocida en México, nació en Roma en 1923 y en 1938 se refugió en Inglaterra. Dejó la medicina para dedicarse a escribir cuentos cortos —la mayor parte publicados originalmente en el New Yorker— y novelas en inglés. Entre sus libros de cuentos figuran Run to the Waterfall, English stories, y las novelas A Goody Babe y Doctor Giovanni. Es traductor al inglés de Giacomo Leopardi. Esta versión al español de “El faro” corrió a cargo de Mónica Lavín; se publicó originalmente en La Jornada Semanal, en 1999.