viernes, 20 de abril de 2018

Aeronáutica Líquida


Bajo las ruinas de la victoria quedan siempre leyendas sepultadas. O, como en el caso de Walter, sepultado bajo el agua. Aunque al decirlo contravengo su ideal pacifista, él merece la gloria sobre cualquier piloto caído durante la Campaña de agosto. Murió por sus principios y no por el azar de la batalla. Si me lo permites, a través de tus notas y atención, contribuiré a honrar su leyenda: no quiero que continúe siendo recordado como el artífice loco de un invento imposible.

Walter creció en el sur del país. Desde muy pequeño observó, durante tardes inacabables, la superficie de Presa Infinita encrespada por el viento, desentrañando el eterno vaivén de aquel oleaje que su padre definía como el pulso de la Tierra. Muchas veces corrió descalzo sobre el borde de hormigón para arrojarse de maroma a las aguas. Nadó y nadó. Recordaba también que se divertía gritando al interior de la pila, en donde su madre lavaba todas las mañanas, hasta distorsionar con el aliento su cara infantil reflejada en la superficie de ese mar encajonado. Walter estaba orgulloso de que la Aeronáutica Líquida se hubiese inspirado en estos juegos de la niñez y gracias a la sencillez estimulante de su origen.

“Yo tenía seis años cuando papá murió, Börn [me contó Walter, alguna vez, con la mirada fija en los pliegues de una bata erguida como fantasma al fondo de nuestro laboratorio]. Su hidroplano se desintegró en el aire un mañana, así, inexplicablemente, y hallaron su cuerpo hecho carbón. A pesar de que resguardaba el nivel de la presa que suministra toda el agua del país, no hubo pésame ni indemnización por parte del Estado. Sólo una cuadrilla de militares recogiendo pedazos de metal en el monte y el pésame frío de promesas incumplidas en los ojos de mamá. Sin otro recurso más que sus brazos, mamá pasaba horas lavando ropa ajena en ese lavadero, para mantenernos. Orgullosa, nunca aceptó casarse de nuevo ni recibir limosnas de nadie. Por meses, un militar de cabeza cuadrada la visitó prometiéndole liberarla de los estigmas del jabón. Nunca le hizo caso. Recuerdo sólo a uno de sus novios: un hombre de piel casi púrpura que dormía en nuestra casa por semanas y después se iba. Nunca me dio un abrazo ni dijo palabra. Sonreía al verme, eso sí, mostrando el resplandor de sus dientes, y caminaba de largo rumbo al cuarto de mamá. Este hombre apareció cuando ella murió: acarició sin respirar el ataúd y salió del velorio en silencio.

”En aquel melodrama infantil [Walter sonrió al decirlo, lo recuerdo] descubrí que el flujo del agua es irrompible. Un día, Börn, corté rápidamente con la palma extendida, con la instantánea cuchilla de mis dedos, el chorro que caía de la llave y en milésimas siguió fluyendo. Ahora sé que la gravedad produce este efecto, pero entonces imaginé qué pasaría si un dispositivo pudiera mantener el flujo de agua en elevación constante, un sistema gravitatorio que, además, le brindara cohesión. Imaginé el resultado como una gota enorme, ondulando en el aire, tan maleable que resultara irrompible. Decidí entonces que podría primero experimentar con aguas de colores, con las cuales formaría letras en la fachada de los cafés y restaurantes del pueblo, como anuncios neón. Me gustó la idea. Después, crearía un monumento de coloridos chisguetes en cuyo centro una burbuja soportaría el busto de papá y su cara de conquistador amigable. Su mayor logro fue concentrar el agua del continente en nuestro país, en Presa Infinita, por lo tanto lo merecía. Finalmente, diseñaría un avión hecho de agua para ver desde el cielo, justo bajo mis pies, y no por una ventanilla, aquella presa y veintena de lagos y lagunas más que inundan hoy día los recuerdos de mi niñez…”.

Aquí, Walter se rascó la barba y repitió la plegaria de algoritmos que usó para alcanzar su objetivo. Inmerso en la paz de quien domina la realidad como una fórmula aritmética, sin errores, finalizó este relato al hablar, muy a su costumbre, de los ecologistas que se oponían al uso del agua como medio aéreo de transporte. “No se daban cuenta de que hacer aeronaves de acero y combustible es más caro para el planeta. ‘Déjenme enloquecer, entonces’ les dije, y los complací usando agua tratada”.

¿Cuál fue su aportación más valiosa?, me preguntas. Walter nos regaló la posibilidad de ver la superficie de Presa Infinita chapeada por el sol del atardecer o, más allá, ver desde el cielo las luces de la ciudad como recital de diamantes sobre el paño negro de la noche. “Imagínate, Börn [me dijo tiempo después, cuando hicimos flotar las primeras columnas de agua en los contenedores del laboratorio, gracias al dispositivo en perfeccionamiento], la tecnología ayudará al hombre a ver el espectáculo de la naturaleza, aunque suene a lugar común”.

¿Cómo era la aeronave líquida? Al ser activado, el prototipo cero era un halcón espumoso que iba tranquilizando sus olas hasta convertirse en un plumaje cristalino. Y como la mente de Walter no dejaba escapar detalle ninguno, programó además un termostato, con base en la temperatura de cada provincia del país, que sumergió en el pico del avión. “Es más importante que el giroscopio”, decía.

¿Cuándo se convirtió en arma? Cuando en pleno verano del setenta y siete nuestro país comenzó a tener disputas por el agua contra la Nación Pirética. La televisión transmitió imágenes de un tanque del ejército incinerado en la frontera sur. El lanzallamas pertenecía a un grupo movilizándose en cabañas rodantes, quienes lucían piel cobriza inflamada de sol y feroces máscaras de corteza. Habían adaptado sus viviendas para huir, debido a la deforestación de su entorno, hacia la última sombra que les restaba, situada justo al interior de nuestro territorio. En el laboratorio calculamos que para entonces la temperatura de aquella nación alcanzaba los 58 grados Celsius.

La guardia nacional fortificó la frontera para evitar la migración hacia las lagunas en nuestro país. En específico, reforzó la seguridad en Presa Infinita. Sin embargo, el ejército pirético tomó después la frontera, ahora con unos búnkeres andantes, destruyendo al nuestro. Los pronósticos eran desalentadores. Esa misma noche Walter y yo concluimos el prototipo cero de la Aeronáutica Líquida.

“Ánimo. Lo lograste”, dije palmeándole la espalda. Habíamos salido a tomar un descanso. En el cielo, un avión militar se insertó en el banco de nubes que rodeaba la luna. Cabizbajo y encorvado, con la bata blanca ceñida al cuerpo, y bañado por la luz que descendía de las alturas, Walter me pareció más una gaviota gris, que el inventor hablantín que yo había conocido, becados, en el posgrado de física de la universidad. Algo le preocupaba. Esa misma noche, que debía ser de festejo, la preocupación se materializó en una llamada.

“¿Quiere a su país, doctor Walter?... Entonces su invento servirá para extinguir el conflicto”, dijo el comandante, en el monólogo al otro lado de la línea. Habíamos resistido seis años la fatiga del resplandor marino del laboratorio, como el de una caverna oculta bajo el océano. El contacto interminable con la humedad nos había arrugado las yemas de los dedos por una eternidad y hacía mucho que no sudábamos a causa de la humidificación excesiva en cada poro de la piel. El dolor articular había aparecido porque cada ajuste lo llevamos a cabo sumergidos en la envergadura de la nave o dentro de la cabina de ignición. Tuve que vendarme muñecas y rodillas para disminuir la rigidez: yo también comparto la sabiduría de los remedios caseros de la infancia. No sirvió. Ahora, lo ves, soy un viejo reumatoide que al caminar o levantar la mano en saludo, escucha romperse entre sus huesos un oleaje de dolor. Esta circunstancia me confirma la fragilidad del ser humano: continúa siendo un bicho valiente en las guerras, pero un poco de agua extra en el cuerpo puede matarlo.

Esa noche, volvimos al laboratorio. El esfuerzo de Walter serviría entonces para una causa contraria a la que había sido concebido y en esa luz ultramarina caminamos por el esófago de una ballena, directo a acuchillarle el corazón.

Sin motivo aparente, Walter ajustó el mecanismo, que daba espíritu a su invento, girando la perilla del termostato. “¿Le echaremos a perder la fiesta al ejército?”, pregunté, insinuando sabotaje. Sus labios intentaron una sonrisa. “No es necesario, Börn”, respondió, guiñándome un ojo.

El convoy del ejército recogió el prototipo cero poco antes del amanecer. Walter explicó el encendido y la imposibilidad de armarlo con objetos sólidos. “Hemos evolucionado en misiles y balística”, dijo el comandante de cabeza cuadrada. “¿Crearon armas líquidas?”, preguntó Walter. “No. Eso hubiera sido una forma fácil de terminar esta historia: logramos que las de metal graviten junto con el agua”. Ellos habían estado trabajando.

Lo que sigue, la gente y tú lo saben gracias a la historia oficial, y gracias a la que mis palabras son consideradas un simple chisme sensacionalista. El prototipo cero fue reproducido en serie, a miles de centímetros cúbicos por minuto. Y la Fuerza Aérea Líquida (FAL), como fue bautizada dicha élite militar, bombardeó en la Campaña de agosto a la Nación Pirética. Sus baterías antiaéreas, fijas en cada búnker, cuyas municiones atravesaban inofensivamente el casco de los aviones, no pudieron hacerle frente.

Las imágenes en la televisión del bar donde veíamos, durante nuestro fallido festejo, la acometida horas después, no dejaron duda: el océano de los aviones embistió el amanecer.

Walter levantó su vaso para distorsionar a través del cristal la luz de la pantalla. ¿Qué sentía? Tengo la impresión de que lloraba, porque se pasó dos o tres veces el dorso de la mano por las mejillas.

La FAL acorraló a los pobladores ardientes, que desplazaron sus cabañas de vuelta a su territorio, entre el bosque depauperado. Los invadimos. Cruzamos su cielo. El zumbido del bombardeo duró apenas unos segundos, pero fue devastador. Fuego. Gritos. El horror hecho un programa noticioso. Walter apretó el vaso, reventándolo. La palma de la mano se le llenó inmediatamente de sangre, pero nadie de los parroquianos lo notó. Permanecían absortos en los detalles de las aves transparentes, suspendidas en el horizonte como lluvia que nunca terminará de caer. Le enredé mi venda para frenar la hemorragia. Cerró el puño y se lo llevó a los labios. Los párpados cayeron lentamente sobre sus ojos verdes y cuando pensé que las lágrimas correrían hasta el mentón, sonrió. “Voy a tomar un poco de aire” y, sin mediar explicación, salió del bar.

En la calle, intenté tomarlo del brazo. Sentí su codo reducido a una piedrita de río. En lugar de detenerse, giró soltándome un manotazo directo a la nariz que me hizo sangrar. “La crueldad es un boomerang. Ya lo verás”, dijo con aliento a caño, apuntándome con el dedo índice en medio de los ojos.

Echó a andar por entre las casas, aún en penumbra, donde quizás aquella madrugada la gente bebía leche, arrebujada en el sillón, viendo la guerra que estaba a la vuelta de la esquina, pero que para ellos se desenvolvía en otro mundo. Uno distante. ¿O era una película de ciencia ficción para noctámbulos? El argumento de la historia que, sin instructivo de armado, ha olvidado para siempre el invento de Walter.

Regresé al interior del bar. Cuando iba directo al baño apretándome el tabique nasal, en la televisión la resistencia de la Nación Pirética había trasladado sus tropas muy adentro de su territorio, hasta una duna similar en tamaño a Presa Infinita, sólo que retacada de arena. Aunque el calor ahí seguramente rebasaba los 60 grados Celsius, era su último refugio.

“Se acabó. ¡Los acorralamos!”, dijo el barman, que se pasó el dedo índice por el cuello en señal de corte. Sin embargo, más tardó en pronunciar la última palabra, cuando la modificación en el termostato del prototipo cero, hecha por Walter, error duplicado en masa, facilitó la desintegración de la FAL, que se evaporó en la temperatura extrema.

El bar quedó en silencio. El barman permaneció con la cara embobada al ver cómo los halcones se caían a espumarajos desde las alturas. En cierta forma, Walter así lo había planeado y, a pesar del dolor en la nariz, aplaudí su astucia. Lamentablemente, él no estaba ahí para verlo.

Seguí mi camino al baño. Después de mojarme la cara en el lavabo, aspiré el olor a creolina, el olor a muerte para los bichos, que desde entonces no he podido arrancarme. Lo asoció con la desgracia. Apenas me pasé una toalla de papel por la cara, el espejo retumbó con la alegría de los parroquianos. “¡Ganamos! ¡Ganamos!”, igual que si el equipo de sus amores hubiera empatado después de ir perdiendo el partido.

Al volver a la barra, en la televisión repetían la lluvia de balas y misiles cebados que aplastaban construcciones de madera, y el rostro ya sin máscara de los piréticos, que veían perdido el conflicto con horror luminoso en los dientes. Una victoria pírrica para nuestro país, pero victoria al fin.

***

Por la tarde, fui al laboratorio, consternado todavía por la maldita casualidad que permitió ganar una guerra que pudo evitarse si el país hubiera aprendido algo de la buena voluntad de Walter, que quiso detener el ataque cuando averió su propia invención. El quería compartir el agua, de alguna forma, con todos. Al entrar, mi venda enmarañada entre las piezas del mecanismo y la computadora con la información del proyecto se deslizaban inservibles sobre el agua, que se había desbordado de los contenedores, pintando de rojo cada rincón. Hinchado y purpúreo, Walter vino flotando hacia mí sobre el oleaje infecto.

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Publicado en El Guardagujas no. 56, julio 2012, pp. 1-2